Era la época en que los llamados carteles de la droga de Cali y de
Medellín estaban en su terrorífica guerra: los capos de Cali enviaban a sus
secuaces a ponerle bombas a Medallo y viceversa.
Cada habitante vivía en permanente zozobra y temía
por su vida. Al ver o al escuchar el encendido de un fósforo se suponía que era
para prender aquel explosivo y destructor artefacto. El golpear de una puerta
y, peor aún, el estallido de una llanta eran motivo para que cualquier persona
pensara que le había llegado la hora. Cualquier persona que veíamos en la calle
con un paquete, o con una caja, de inmediato sospechábamos que ahí llevaba la
tan temida bomba.
Estaba, pues, yo en una de las principales vías de
la bella villa de Medellín -la avenida Oriental- esperando el bus de Envigado
que me llevaría a mi residencia; mientras el tiempo transcurría, pensaba en la
espantosa situación que vivíamos los colombianos. Justo, en ese momento, vi a
lo lejos una avalancha de gente que corría desesperada. Yo me llené de pánico y
me dije: aquí fue mi hora final.
En medio del susto y frunciendo el cu... ello,
como pude, me metí en el tumulto. Angustiado, y a la espera del estallido,
arranqué a correr a la velocidad que daban mis temblorosas piernas. Al rato,
mama’o y con la lengua afuera, le pregunté a uno de los sudorosos parroquianos
que por qué corrían tanto; éste me contesto: “Es que vamos en la Gran Maratón
de la Solidaridad por Colombia”.